domingo, 21 de julio de 2013

Opiniones de escritores

Credo de poeta
Jorge Luis Borges

Me considero esencialmente un lector. Como saben ustedes, me he atrevido a escribir;  pero creo que lo que he leído es mucho más importante que lo que he escrito. Pues uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que puede. Los versos que recuerdo son los que en este momento les vienen a ustedes a la memoria:
Tú no has nacido para la muerte ¡inmortal pájaro!
No han de pisotearte otras gentes hambrientas;
la voz que oigo esta noche fugaz es la que oyeron
en los días antiguos el labriego y el rey;
quizá este mismo canto se abrió camino al triste
corazón de Ruth, cuando, con nostalgia de hogar,
llorando se detuvo en el trigal ajeno.
(Keats, Oda a un ruiseñor.)
Yo creía saberlo todo sobre las palabras, sobre el lenguaje (cuando uno es niño, tiene la sensación de que sabe muchas cosas), pero aquellas palabras fueron para mí una especie de revelación. Evidentemente, no las entendía. ¿Cómo podía entender aquellos versos que consideraban a los pájaros –a los animales- como algo eterno, atemporal, porque vivían en el presente?  Somos mortales porque vivimos en el pasado y el futuro: porque recordamos un tiempo en el que no existíamos y prevemos un tiempo en el que estaremos muertos. Esos versos me llegaban gracias a su música. Yo había considerado el lenguaje como una manera de decir cosas, de quejarse, o de decir que uno estaba alegre, o triste. Pero cuando oí aquellos versos (y, en cierto sentido, llevo oyéndolos desde entonces) supe que el lenguaje también podía ser una música y una pasión. Y así me fue revelada la poesía.
Le doy vueltas a una idea: la idea de que, a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve cara a cara consigo mismo... Y quizá desde aquel momento (debo exagerar por el bien de la conferencia) me consideré un “literato”.
Es decir, me han sucedido muchas cosas, como a todos los hombres: he encontrado placer en muchas cosas: nadar, escribir, contemplar un amanecer o un atardecer, estar enamorado. Pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras y la posibilidad de entretejer y transformar esas palabras en poesía. Al principio ciertamente, yo sólo era un lector...
Creo que he alcanzado, si no cierta sabiduría, quizá cierto sentido común. Me considero un escritor  ¿Qué significa para mí ser escritor? Significa simplemente ser fiel a mi imaginación. Cuando escribo algo no me lo planteo como objetivamente verdadero (lo puramente objetivo es una trama de circunstancias y accidentes), sino como verdadero porque es fiel a algo más profundo. Cuando escribo un relato, lo escribo porque creo en él: no como uno cree en algo meramente histórico, sino más bien, como uno cree en un sueño o en una idea...
Cuando escribo intento ser leal a los sueños y no a las circunstancias. Evidentemente, en mis relatos (la gente me dice que debo hablar de ellos) hay circunstancias verdaderas, pero, por alguna razón, he creído que esas circunstancias deben siempre contarse con cierta dosis de mentira. No hay placer en contar una historia como sucedió realmente. Tenemos que cambiar alguna cosa, aunque nos parezca insignificante; si no es así, no nos consideramos artistas sino, quizás meros periodistas o historiadores...
Si tuviera que aconsejar a algún escritor (y no creo que nadie lo necesite, pues cada uno debe aprender por sí mismo), yo le diría simplemente lo siguiente; lo invitaría a manosear lo menos posible su propia obra. No creo que retocar y retocar haga ningún bien. Llega un momento en que uno descubre sus posibilidades: su voz natural, su ritmo. No creo que ninguna corrección superficial resulte útil, entonces.
Cuando escribo, no pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario) ni pienso en mí (quizá porque yo también soy un personaje imaginario), sino que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo.
Cuando yo era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer, o mejor, la metáfora más sorprendente. Ahora he llegado a la conclusión (y esta conclusión puede parecer triste) de que yo no creo en la expresión. Sólo creo en la alusión.
Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos... Cuando escribo algo, procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor...

(Jorge Luis Borges: “Credo de poeta” en Arte poética. Seis conferencias. Crítica, Barcelona, 2001.)


A la hora de los concursos... Al preparar un curriculum vitae

Wislawa Szymborska  
Premio Nobel de 1996

¿Qué se necesita?
Llenar la solicitud
y añadir un curriculum vitae.
Corta o larga la vida,
su compendio debe ser breve.
Concisión y selectividad resultan obligatorias.
Sustitución de paisajes por direcciones,
de trémulos recuerdos por fechas firmes.
De todos los amores sólo los conyugales
y de todos los hijos nada más los que realmente nacieron.
Quién te conoce es más importante que a quién conoces.
Menciona viajes sólo si a otros países.
Membresía en qué pero sin para qué.
Premios y distinciones pero sin los porqués.
Escribe como si nunca hubieras hablado contigo mismo
y siempre te esquivaras a ti mismo.
No digas nada acerca de tus perros, gatos y pájaros,
recuerdos invaluables, amigos, sueños.
El precio antes que el valor, el título más que el contenido.
El número que calza antes que adónde va
la persona que ellos suponen eres.
Añade una foto de credencial con una oreja expuesta.
Lo que importa es su forma, no lo que escucha.
¿Y qué escucha?
Estruendo de aparatos que reducen
todo el papel a pulpa.
(traducción de José E. Pacheco D.R. Revista Proceso, Méjico)

Los valores de la literatura

Susan Sontag

En un sentido, el empírico o fáctico, la literatura es meramente la suma de todo lo escrito y tenido por literatura. En otro sentido, el ideal, la literatura es la suma de todo lo que mejora, enaltece y hace más necesaria la actividad literaria. En esta segunda y más valiosa acepción, la literatura honra ­y representa­ metas ideales en sentido estricto. Es decir, nunca alcanzadas del todo. Sin embargo, son aún más irresistibles y ejercen mayor autoridad como ideales precisamente porque resulta muy difícil mantenerlos. Imaginemos la literatura como una utopía... un lugar en el que imperan los modelos más encumbrados, casi inaccesibles. Se pueden deducir unas cuantas normas de una interpretación determinada de la literatura.
Esta es mi utopía. Es decir, aquí están los modelos que infiero o me parece que sustenta la empresa de la literatura.
UNO Las actividades literarias son una vocación ideal, una prerrogativa, más que una simple carrera, una profesión, que se sujeta a las nociones comunes de “éxito” y al estímulo financiero. La literatura es, en primer lugar, una de las maneras fundamentales de nutrir la conciencia. Desempeña una función esencial en la creación de la vida interior, y en la ampliación y ahondamiento de nuestras simpatías y nuestras sensibilidades hacia otros seres humanos y el lenguaje.
DOS La literatura es una arena de logros individuales, de méritos individuales. Esto implica que no se confieren premios y honores al escritor porque representa, digamos, a las comunidades débiles o marginadas.
TRES La literatura es primordialmente una empresa cosmopolita. Los grandes  escritores son parte de la literatura mundial. Los escritores son ciudadanos de una comunidad mundial, en la que todos aprendemos y nos leemos los unos a los otros. El poder característico de la literatura es que nos deja una impresión de extrañeza. De asombro. De desorientación. De que nos encontramos en otro lugar.
CUATRO Las diversas pautas de excelencia literaria, en el seno de las literaturas en todos los idiomas y en la gama entera de la literatura mundial, son una lección cardinal sobre la realidad y la conveniencia de un mundo que aún es irreductiblemente plural, diverso y variado. El mundo pluralista actual depende del predominio de los valores seculares.
Así es que, para enunciar de otra manera lo que acabo de decir:
Uno. Desprecio a los valores mercenarios. Dos. Aversión a hacer uso principalmente instrumental de los escritores. Tres. Cautela ante el filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones nacionalistas y las lealtades tribales. Cuatro. Eterno antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura. Estos son, en efecto, valores utópicos. No se han cumplido. Pero la literatura, la literatura en su conjunto, aún los encarna. Aún estimula a los escritores. Aún nutre a los lectores, a los verdaderos lectores.
(Extractado del discurso de la intelectual norteamericana al recibir el premio Príncipe de Asturias.)


Ocho reglas para escribir ficción
Kurt Vonnegut

1. Utilizar el tiempo ajeno de modo tal que el otro no sienta que lo ha malgastado.
2. Dar a lector al menos un personaje con quien pueda identificarse.
3. Cada personaje debe desear algo, aunque sea sólo un vaso de agua.
4. Cada frase debe, al menos, revelar algo sobre un personaje o hacer que la acción avance.
5. Comenzar tan cerca del final como sea posible.
6. Ser sádico. Más allá de qué tan dulces e inocentes sean tus personajes principales, haz que les sucedan cosas terribles, para que el lector pueda saber de qué son capaces.
7. Escribir para satisfacer a una persona. Si pretendes cautivar a todos, tu historia resultará fallida.
8. Dar a tus lectores tanta información como sea posible, lo más pronto posible. Para que el suspenso no decaiga, los lectores deben saber qué está sucediendo, dónde y por qué, para poder terminar la historia por sí mismos, pues las cucarachas podrían comerse las últimas páginas.

Kurt Vonnegut nació en Indianápolis, Estados Unidos, el 11 de noviembre de 1922 y murió tras una caída, a los 84 años. De fuerte sensibilidad humanística, fue muchas veces comparado con Mark Twain por la forma en que el humor teñía su mirada pesimista. Como en el caso de Twain, algunas de sus obras fueron censuradas. Entre ellas, Matadero 5 (1969), donde refleja sus experiencias de guerra como prisionero de los alemanes en Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, mientras la ciudad era destruida por los bombardeos aliados. Esta novela, en la que mezclaba la realidad y la ciencia-ficción para mostrar una visión crítica, no exenta de humor, de la sociedad y en particular de la crueldad bélica, le dio notoriedad y se convirtió en uno de los libros más simbólicos del pacifismo.
Tras la guerra, el escritor se desempeñó como periodista en Chicago, hasta que publicó la primera de sus 14 novelas, Player piano, en la que describe con humor e ironía una sociedad dominada por las máquinas y las diferencias de clase. En su último libro, Un hombre sin patria (2005), una colección de ensayos que fue best seller, Vonnegut atacó todo lo que consideraba criticable: la Casa Blanca, la guerra de Irak y la contaminación del planeta. Había nacido en Indiana, en 1922. Su constante crítica social, con tendencia a la sátira y al humor negro y el empleo de técnicas vanguardistas y elementos fantásticos fueron las claves en las que cimentó su prestigio como autor. Vonnegut, que se definía a sí mismo como un escéptico religioso y un librepensador humanista, había nacido en 1922 en Indianápolis, ciudad que había declarado 2007 como el año del escritor.
Fuente: Vonnegut, Kurt Bagombo Snuff Box: Uncollected Short Fiction - New York: G.P. Putnam's Sons, 1999

Qué es escribir
Stephen King

En general nunca salgo sin un libro. Nunca se sabe cuándo apetecerá tener una válvula de escape: colas kilométricas en los peajes, las salas de embarque de los aeropuertos, las lavanderías automáticas en tardes de lluvia, o lo peor de todo: la consulta del médico cuando se retrasa y tienes que esperar media hora para que te torturen una parte sensible del cuerpo.
O sea, que leo siempre que puedo, pero tengo un lugar de lectura favorito, y seguro que tú también: un sitio con buena luz y mejor ambiente. El mío es el sillón azul de mi estudio. Tú quizá prefieras el sofá, la mecedora de la cocina o la cama: leer en la cama puede ser paradisíaco, a condición de tener la página bien iluminada y no ser propenso a tirar el café o el coñac en las sábanas.
Supongamos, por lo tanto, que estás en tu lugar de recepción; favorito, igual que yo en el mío de transmisión. Nuestro ejercicio de comunicación mental tendrá que realizarse en el tiempo, además de en la distancia; pero bueno, no pasa nada: si todavía podemos leer a Dickens, Shakespeare y (con la mediación de algunas notas) Heródoto, la distancia entre 1997 y 2000 no parece insalvable. ¿Listo? Pues adelante con la telepatía.
Te habrás fijado en que no tengo nada en las mangas, y en que no muevo los labios. Es muy probable que tú tampoco. Fíjate en esta mesa tapada con una tela roja. Encima hay una jaula del tamaño de una pecera. Contiene un conejo blanco con la nariz rosa y los bordes de los ojos del mismo color. El conejo tiene un trozo de zanahoria en las patas delanteras y mastica con fruición. Lleva dibujado en el lomo un ocho perfectamente legible en tinta azul. ¿Estamos viendo lo mismo? Para estar seguros del todo tendríamos que reunimos y comparar nuestros apuntes, pero yo creo que sí. Claro que es inevitable que haya ciertas variaciones: algunos receptores verán una tela granate, y otros más viva. (Los receptores daltónicos la verán gris ceniza.) Puede que algunos vean adornos en el borde de la tela. Las almas decorativas habrán añadido un poco de encaje, y son muy libres de hacerlo.
Mi mantel es vuestro. Ni siquiera coincidimos en el año, y no digamos en la habitación. Y sin embargo estamos juntos. Muy cerca. Se han tocado nuestras mentes. Yo te he enviado una mesa con una tela roja, una jaula, un conejo y el número ocho en tinta azul. Tú lo has recibido todo, y en primer lugar el ocho azul. Hemos protagonizado un acto de telepatía. Telepatía de verdad, ¿eh? Sin jugarretas místicas. No pienso ahondar en lo expuesto, pero antes de seguir deseo hacer una puntualización: no es que me haga el listo, es que hay algo que exponer.
El acto de escribir puede abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta desesperación (cuando intuyes que no podrás poner por escrito todo lo que tienes en la cabeza y el corazón). Se puede encarar la página en blanco apretando los puños y entornando los ojos, con ganas de repartir ostias y poner nombres y apellidos, o porque quieres que se case contigo una chica, o por ganas de cambiar el mundo. Todo es lícito mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco a la ligera.


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